23/2/08

Movimientos raros en el kiosco de la musa


Lo cortan en pedazos pequeños
para envasarlo mejor,
lo convierten en balas de luz a bajo precio,
lo separan de su sueño,
le muestran como crece la ciudad de los pudientes,
lo multiplican y le borran las fronteras.

Cada gota de su sangre decide murallas de sed insaciable.
Lo ahogan en las aguas calientes del mercado,
masturban su cadáver en la mesa recién lustrada por sapientes,
le devuelven una vida así nomás
y le piden que no cambie.

Entra por la puerta de atrás a la violencia
de los estados nacionales
y alcanza el abrazo imperceptible de un altar

En su cara de cordero sin ojos
resplandece el rimel de lo eterno

Olfatea las ruinas de una fiesta
y se acuesta sobre un cuerpo tumbadito de belleza
justo cuando la máquina de esconder el amor
retira las copas
lustra los bronces
y difunde una lengua original en las heridas.

yo conmigo fuimos a la fiesta, yo me fui temprano, conmigo no lo sé


2/2/08

INDELEBLE


Estoy pintando la figura de Matilde Briel y al mismo tiempo pretendo olvidarla.

Su representación se extiende con delicado atrevimiento sobre un territorio donde ella y también la ausencia de ella están ausentes.

Óleo sobre tela. Olor de esencia de trementina sobre olor de Matilde Briel. Pintura que cubre para revelar, para desvelar.

Pelos de pincel depositando el color y abriendo surcos o finas heridas chismosas o murmuraciones acerca de aquella pintura que no podría ser vista jamás.

Una Matilde Briel enterrada viva debajo de la otra, la Matilde Briel evidente, la que acepta en su rosto y en sus ropas la guerra entre pincel y color, entre ocultamiento y fina herida.

Tengo una pequeña herramienta para borrar, es mi arma blanca del arrepentimiento. Se trata de un formón de filo lateral, ligeramente curvo. Raspa, levanta, saca.

Raspo, levanto y saco las manos de Matilde Briel o, mejor dicho, esas zonas de pintura que en cierto modo dicen: "acá estuvieron sus manos" y suena la voz de la modelo ausente respondiendo "esas no eran mis manos".

Pero en la espesura de este presente en el cual pretendo olvidarla sus dedos se abren y se abren diseminando la ligereza dudosa del adiós.

Cada vez que mi arma blanca del arrepentimiento se carga de pintura la limpio con un trapo cuya turbadora pasividad debería estar en el centro de toda pregunta acerca de la existencia del arte y también de ese modo irresponsable de existir que tiene ahora Matilde Briel.

Pretendo olvidarla y ella lo sabe, con su cabeza gacha. Todo su rostro es una leve y firme pincelada naranja, saturada mancha horizontal de luz oscura. Sin embargo, cualquiera que la haya conocido podría encontrar ahí su nariz recta, la carne roja de su sonrisa taciturna, sus ojos negros, redondos, impregnados en un relámpago.

La senté en un sillón de tierras rojizas, le puse un vestido azul ultramar. De piernas cruzadas la estoy haciendo. Enfrío los diminutos trazos de luz de sus rodillas con verdes de un cielo enfermo.

Ante la ausencia de su mano derecha sobre el regazo azul pienso que fueron sus muslos y no mi formón ni mi trapo quienes la tragaron.

A la otra mano inexistente se la puede no ver con nitidez: retumba la tecnología metafísica de esta Matilde Briel que ya no está cerca de mí.